Declaración doctrinal


La autoridad final para nuestras creencias es la Biblia, la Palabra escrita infalible de Dios, los sesenta y seis libros del Antiguo y el Nuevo Testamento. Creemos que la Biblia fue inspirada excepcionalmente, verbalmente y plenamente por el Espíritu Santo, y que no tenía errores en los manuscritos originales. Es la autoridad suprema y final en todas las cuestiones que trata (2 Timoteo 3:16, 17; 2 Pedro 1:21; 1 Corintios 2:13; 10:11; Juan 10:35).

Afirmamos explícitamente nuestra creencia en estas enseñanzas fundamentales de la Biblia:

1. Hay un Dios verdadero, que existe eternamente en tres personas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, cada una de las cuales posee igualmente todos los atributos de la Deidad y las características de personalidad (Mateo 28:19; Juan 10:30; Hechos 5:3, 4; 2 Corintios 13:14).

2. Dios el Padre, el Creador del cielo y la tierra, es la cabeza funcional de la Trinidad (Padre, Hijo, Espíritu Santo). Envió al Hijo para obtener satisfacción para la justicia divina y para proclamar la reconciliación. Envió el Espíritu para enseñar verdad. Se lo menciona como el Padre de toda la creación, de ángeles, de Israel, de los creyentes y de Cristo (Juan 14-17; 20:17; Job 1:16; Salmos 103:13).

3. Jesús es Dios, la Palabra viva, que se hizo carne a través de su concepción milagrosa por el Espíritu Santo y su nacimiento virginal. Por lo tanto, es Deidad perfecta y verdadera humanidad, unidas en una persona para siempre. Vivió una vida sin pecado y expió voluntariamente los pecados de los hombres al morir en la cruz como sustituto de ellos, con lo cual satisfizo la justicia divina y logró la salvación de todos los que confían en Él solo. Resucitó de los muertos en el mismo cuerpo, si bien glorificado, en el cual vivió y murió. Ascendió corporalmente al cielo y se sentó a la diestra de Dios el Padre, y ahí Él, el único mediador entre Dios y el hombre, intercede continuamente por los suyos (Mateo 1:16, 20, 23; Lucas 1:34; Hebreos 4:15; 2 Corintios 5:21; 1 Corintios 15; Hechos 1:9-11; 1 Pedro 2:5-9; 1 Juan 2:1).

4. El Espíritu Santo, la tercera Persona de la Trinidad, ha venido al mundo para revelar y glorificar a Cristo, y para aplicar la obra salvadora de Cristo en los hombres. Él convence a los pecadores y los atrae hacia Cristo, les imparte nueva vida, mora continuamente en ellos desde el momento del nacimiento espiritual, los bautiza en el cuerpo de Cristo y los sella hasta el día de la Redención (Juan 16:8-11; Tito 3:5; 1 Corintios 16:19; Romanos 8:9b; 1 Corintios 12:13; Efesios 5:18; Gálatas 5:22, 23).

5. El hombre fue creado originalmente a la imagen de Dios. Pecó al desobedecer a Dios; por lo tanto, quedó alienado de su Creador. La caída histórica puso a la humanidad bajo la condenación divina. La naturaleza del hombre está corrupta y, por lo tanto, es completamente incapaz de agradar a Dios. Todo hombre necesita la regeneración y la renovación del Espíritu Santo (Génesis 1:26, 27; Efesios 2:1; Romanos 1:18, 3:20, 7:21-25, 5:12).

6. La salvación del hombre es enteramente obra de la libre gracia de Dios, y no es el resultado, en su totalidad o en parte, de obras humanas, de la bondad o de ceremonias religiosas. Dios imputa su justicia a quienes ponen su fe exclusivamente en Cristo para su salvación y, por lo tanto, los justifica a sus ojos (Romanos 6:23; Efesios 2:8, 9; Juan 3:16; Tito 3:5-8).

Es el privilegio de todos los que nacen de nuevo por el Espíritu estar asegurados de su salvación desde el momento mismo en que confían en Cristo como su Salvador. Esta seguridad no está basada en ningún tipo de mérito humano, sino que está producida por el testimonio del Espíritu Santo, que confirma en el creyente el testimonio de Dios en su Palabra escrita. La plenitud, el poder y la guía del Espíritu Santo son apropiados en la vida del creyente por fe (Romanos 5:9, 10, 8:1, 29, 30, 38, 39; Juan 5:24, 10: 27-30, 14:16; 1 Timoteo 1:12; Filipenses 1:6; Hebreos 7:25; Judas 24).

Todo creyente está llamado a vivir tan en el poder del Espíritu que mora en él que no seguirá el deseo de la carne, sino que dará fruto para la gloria de Dios. Las Escrituras establecen los principios y las reglas de la vida cristiana (Romanos 12:1, 2; Gálatas 5:16-26; 2 Corintios 6:14).

7. Jesucristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo, que está compuesta por todos los hombres, vivos y muertos, que han sido unidos a Él a través de la fe salvadora. Dios exhorta a su pueblo a reunirse periódicamente para la adoración, para la participación en las ordenanzas, para la edificación a través de las Escrituras y para el aliento mutuo (1 Corintios 12:12, 13; Colosenses 1:18; Efesios 2:15, 16).

8. En la muerte física, el creyente ingresa inmediatamente en la comunión eterna y consciente con el Señor y aguarda la resurrección del cuerpo para la gloria y la bendición eternas (1 Corintios 15:12ff; 2 Corintios 5:1-10; Filipenses 1:23; Juan 12:26).

En la muerte física, el incrédulo ingresa inmediatamente en la separación eterna y consciente del Señor y aguarda la resurrección del cuerpo para el juicio y la condenación eternos (Efesios 2:12; Romanos 3:23, 5:12; Mateo 25:31-46; Apocalipsis 20:11-15).

Jesucristo volverá a la tierra -personalmente, visiblemente y corporalmente- para consumar la historia y cumplir el plan de Dios (Apocalipsis 19:11-16; Zacarías 14:4-11; 1 Tesalonicenses 1:9, 10).

9. El Señor Jesucristo ordenó a todos los creyentes proclamar el evangelio en todo el mundo y hacer discípulos de todas las naciones. El cumplimiento de esa Gran Comisión exige que todas las ambiciones mundanas y personales sean subordinadas a un compromiso total con "Aquel que nos amó y se entregó por nosotros" (Mateo 28:19; Marcos 16:15; Lucas 24:47, 48).

Aceptamos aquellas grandes áreas de enseñanza doctrinal en las que ha habido históricamente acuerdo entre todos los verdaderos cristianos. Debido al llamado especializado de nuestro ministerio, deseamos permitir libertad de convicción en otras cuestiones doctrinales, siempre que toda interpretación esté basada sólo en la Biblia, y que ninguna de estas interpretaciones se convierta en una cuestión que obstaculice el ministerio al cual Dios nos ha llamado o nuestra comunión conjunta.

Traducción: Alejandro Field


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